viernes, octubre 10, 2003

En la Antología del humor negro,
compilada por André Breton (parís, 1939)

Disertación de Prometeo
André Gide (1869-1951)
(no amo a los hombres, amo lo que les devora)

1
La multitud entró en la sala de las Nuevas Lunas, a las ocho en punto.
Cocles se sentó en el centro izquierda; Damocles en el centro derecha; el resto del público en medio.
Aplausos atronadores saludaron la entrada de Prometeo; subió las gradas del estrado, dejó el águila a su lado y se sentó. En la sala, un silencio estremecedor...

La petición de principio

-Señores –comenzó Prometeo-, como desgraciadamente carezco en absoluto de la pretensión de interesarles por lo que voy a decir, he procurado traer esta águila conmigo. Después de cada fragmento aburrido de mi disertación, dará varias vueltas. También llevo conmigo fotografías obscenas y cohetes voladores; en los momentos más graves de mi discurso procurará distraer con ello al público. Me atrevo, pues, Señores, a esperar un poco de atención.
A cada nueva parte del discurso, tendré el honor, Señores, de hacerles asistir a una comida de águila –pues, Señores, mi disertación tiene tres puntos; he creído que no debía rechazar esta forma que complace a mi espíritu clásico.
-Y como esto puede servir de exordio, explicaré ahora, de antemano y sin circunloquios, los dos primeros puntos de mi disertación:
Primer punto: Hay que tener un águila.
Segundo punto: Además, todos tenemos una.
En el temor, Señores, de que me acusen de ideas preconcebidas, temiendo también perjudicar la libertad de mi pensamiento, sólo he preparado mi disertación hasta ahí; el tercer punto emanará naturalmente de los otros dos; dejo a la pasión todo su juego. –A manera de conclusión, Señores, el águila pasará la bandeja.
-Bravo! Bravo! –exclamó Cocles.
Prometeo bebió un sorbo de agua. El águila dio, pirueteando, tres vueltas en torno a Prometeo, y luego saludó. Prometeo miró a la sala, sonrió a Damocles, a Cocles, y como no se manifestaba todavía ninguna señal de aburrimiento, dejó para más tarde los cohetes y prosiguió:

2

-Por mucha habilidad retórica que emplee, señores, no podré escamotear a sus espíritus clarividentes la fatal petición de principio que me espera al comienzo de mi disertación.
Señores, por mucho que nos preocupemos no escapemos a la petición de principios. Pues, qué es una petición de principio? Señores, me atrevo a decirlo: toda petición de principio es una afirmación de temperamento; ya que allí donde faltan los principios, se afirma el temperamento. Cuando declaro: hay que tener un águila, podrán preguntar por qué?
-Y qué quieren que responda que no se refiera a esta fórmula donde se afirma mi temperamento: No amo a los hombres; amo lo que les devora.
El temperamento, señores, es lo que debe afirmarse. Nueva petición de principio, me dirán. Pero acabo de demostrar que toda petición de principio es una afirmación de temperamento; y como digo hay que afirmar el propio temperamento (que es importante), repito: no amo al hombre, amo lo que lo devora. -Qué devora al hombre? –Su águila. Por tanto, Señores, hay que tener su águila. Considero que esto ya está suficientemente demostrado.
Prometeo bebió un sorbo de agua. El águila giró pirueteando tres veces en torno a Prometeo, y luego saludó. Prometeo prosiguió:

Continuación de la disertación de Prometeo

-Señores, no siempre he conocido a mi águila. Esto me hace inducir, a través de un razonamiento que en lógica lleva un nombre particular que no consigo recordar, ya que sólo hace ocho días que la estudio –esto me hace inducir, decía, de que a pesar de que la única águila presente sea la mía, todos ustedes, señores, tienen un águila.
He silenciado hasta el momento mi historia; además, hasta ahora no la acababa de comprender. Y si ahora me decido a hablar de ella es porque, gracias a mi águila, ahora se me antoja maravillosa.



3

Ya se los he dicho, señores, no siempre he visto a mi águila. Antes que ella, yo era inconsciente y hermoso, dichoso y desnudo sin saberlo. Días encantadores! Sobre las laderas rutilantes del Cáucaso, la lasciva Asia, también dichosa y desnuda, me abrazaba. Juntos triscábamos por los valles, sentíamos cantar el aire, reír el agua, y el bálsamo de las flores más sencillas. A menudo nos acostábamos bajo las anchas enramadas, entre las flores donde los enjambres murmurantes se rozaban. Asia, llena de risas, me esposó; luego, suavemente, los zumbidos de los enjambres, de las hojas o de los numerosos arroyos se fundían, nos invitaban al más dulce de los sueños. A nuestro alrededor todo favorecía, todo protegía nuestra inhumana sociedad –repentinamente, un día, Asia me dijo: Deberías ocuparte de los hombres.
Para empezar tenía que buscarlos.
Yo estaba dispuesto a ocuparme de ellos; pero era para tenerles compasión.
Estaban poco iluminados; inventé para ellos algunos fuegos, y a partir de aquel momento comenzó mi águila. Desde aquel día me di cuenta de que estoy desnudo.
A estas palabras partieron aplausos de diversos puntos de la sala. Bruscamente, Prometeo prorrumpió en sollozos. El águila batió sus alas, y lanzó un arrullo. Con un gesto atroz, Prometeo abrió su chaleco y ofreció su hígado doloroso al pájaro. Los aplausos redoblaron. Luego el águila giró pirueteando tres veces en torno a Prometeo, éste bebió un sorbo de agua, se repuso y continuó su disertación en los siguientes términos:

4

-Señores, mi modestia me dominaba: excúsenme; es la primera vez que hablo en público. Peor ahora domina mi sinceridad. Señores, me he ocupado de los hombres mucho más de lo que he dado entender. Señores, he hecho mucho por los hombres. Señores, he amado a los hombres apasionada, perdida y deplorablemente. –Y he hecho tanto por ellos que es lo mismo que decir que los he creado yo mismo; pues qué eran antes? –Eran, pero no tenían la conciencia de ser. –Como un fuego para iluminarles, Señores, con todo mi amor por ellos les di la conciencia. –La primera conciencia que tuvieron fue la de su hermosura. Esto permitió la propagación de la especie. El hombre se prolongó en su posteridad. La belleza de los primeros se repitió igual, indiferente, y sin historia. Eso habría podido durar largo tiempo. –Preocupado entonces, llevando ya en mí, sin saberlo, el huevo de mi águila, quise más o mejor. Esta propagación, esta prolongación fragmentada me pareció que indicaba en ellos una espera –mientras que en realidad sólo mi águila esperaba. Yo no lo sabía; creía que esa espera estaba en el hombre; la colocaba en el hombre. Además, habiendo hecho el hombre a mi imagen, comprendo ahora que en cada hombre esperaba algo de inconcluso; en cada uno de ellos estaba el huevo del águila... Y además no sé; no consigo explicar eso. –Lo que sé es que, no satisfecho de darles la conciencia de su ser, quise también darles razón de ser. Les di el fuego, la llama y todas las artes que una llama alimenta. Calentando sus espíritus, hice aparecer en ellos la devoradora creencia en el progreso. Y me alegraba extrañamente de que la salud del hombre se gastara en producirlo. –Ya no creencia en el bien, sino enfermiza esperanza en lo mejor. La creencia en el progreso, señores, era su águila. Nuestra águila es nuestra razón de ser, Señores.
La felicidad del hombre decreció, decreció, y no me importaba nada; había nacido el águila, Señores! Ya no amaba a los hombres, amaba lo que vivía en ellos. Se había acabado para mí una humanidad sin historia... la historia del hombre es la historia de las águilas, Señores.

La Prométhée mal enchaîné
Antología del humor negro (selección y notas de André Breton),
Barcelona, Editorial Anagrama, 3ª edición, 1997

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