lunes, marzo 29, 2004

Espacial y cobrizo. Dos colores para definir un paisaje casi anodino. Sin embargo, eso no fue lo esencial. Lo que siempre primó fue estar arriba. Y ahí estaba. No recordaba como llegó, tampoco podía explicar las razones que la guiaron imperceptiblemente hacia el borde rugoso de la montaña. No sabía nada acerca de leyes físicas de velocidad y movimiento. Pero frente a esa boca amplia y espectral, recordó. La piedrita saltó con una agilidad extraña. Rodó vertiginosamente. Atravesó el espacio vernáculo casi sin asombro. Los bordes de su estructura realizaron azarosos movimientos, acariciando las ásperas y rocosas estratificaciones, en medio de vuelos rasantes sobre las quebradizas ramas de algún arbusto rebelde. Su ejemplo provocó a las demás. El desprendimiento de las otras, aconteció. Y a mitad de la extensa caída ya eran demasiadas. Entonces la piedra original decidió descansar y se refugió en un nido desierto de un pájaro encumbrado. Desde allí tuvo una buena panorámica para observar el devenir de la odisea. Y nadie la vió reir con ese jolgorio tremebundo que inmediatamente después, se descascaró en mil gestos groseros de repudio.



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